Por José Luis Castro Lombilla
El mundo es un enorme grito, un aullido inmenso; un eterno clamor de duelo. La vida, ese cuento contado por un idiota lleno de ruido y furia, es un duro y angustioso viaje por un chillido atroz hacia ninguna parte. El expresionista grito de Edvard Munch es una acertada alegoría que no sólo representa a un hombre sino a toda la humanidad que chilla, desesperada, ante la brutal constatación de su insignificancia. La certeza cruel de lo fútil que es nuestra existencia, ese pesimismo corroborado, nos empuja hacia un abismo de desolación en el que sólo nos queda gritar como lobos aullando, locos de pena, inútilmente, a una luna desdeñosa en su altiva blancura de siglos. Sin embargo, algunas veces, esos desgarros de vida no se pierden en la inmensidad de nuestra derrota. Hay ocasiones, como una última voluntad concedida a un reo sin esperanza, en las que la voz quebrada vuelve a oírse una vez más. Los gritos de temor ante las armas, de impotencia ante las injusticias, de dolor ante la barbarie o el hambre; esos gritos, volverán entonces como ecos acusadores para que al menos, ya que no hay indulto posible para esta pena, nuestras voces sangrantes se escuchen una vez más.
Joaquín García Abellán, Chipola (Molina de Segura, Murcia, 1950), como si hubiera disgustado a alguna diosa severa, parece estar condenado a repetir eternamente, como la ninfa Eco, esas últimas palabras de desaliento de una humanidad irremisiblemente perdida, esos gritos en forma de efectivas y efectistas viñetas en blanco y negro.
En noviembre de 2005 vio la luz la última entrega de la colección de humor gráfico creada por la editorial murciana Nausicaä, La Tira de Gracia, dirigida por el especialista e investigador del mundo del cómic y el humor gráfico Paco Olivares. Después de Válgame Dios, de Álvaro Peña (mayo de 2004) y Con buen Talante, de Puebla (abril de 2005), llega el recopilatorio de un humorista gráfico maduro, comprometido, contundente y de una fuerza gráfica arrolladora. Es Chipola una especie de zahorí justiciero en busca del dolor ajeno. Una mente perspicaz y escudriñadora que aparece allí donde un hombre grita ¡Ay! Después, dejará sus reflexiones dibujadas o sus dibujos reflexivos como gritos de tinta.
Ahí hay un hombre que grita ¡Ay!, es uno de esos libros que son como plantas carnívoras. Si alguien se acerca lo suficiente como para echar un simple vistazo, acabará engullido por sus páginas tremendas, unas páginas magistralmente manchadas con unos portentosos trazos que son como acusadores estigmas de una sociedad profundamente injusta. Seguramente, si Marx y Engels levantaran la cabeza y volvieran a escribir su manifiesto, recurrirían a Chipola para ilustrar tan importante manuscrito. Si ellos, combinando la apasionante prosa de Engels y las revolucionarias ideas de Marx cambiaron la historia política del mundo y el curso de la civilización humana, Chipola, tercer producto de la fértil huerta de humor murciano que dirige Paco Olivares, el más veterano, quizás el más desconocido fuera del ámbito local y sin duda el artista más solvente, hace con sus dibujos y textos una combinación igualmente válida como llamamiento a la lucha de los trabajadores para derrotar al capitalismo. Es, en definitiva, un libro éste lleno de teoría social en viñetas que deja constancia de la gran calidad de un humorista gráfico que, desgraciadamente, está apartado desde hace algunos años de esta actividad. Desde que abandonara La Opinión, sólo publica en la revista Noticias obreras.
Tras tomar contacto en 1970 con el mundo profesional del cómic, Chipola ha pasado por diversos medios periodísticos como La verdad, Canarias 7 e incluso el todopoderoso El Jueves. Ahí hay un hombre que grita ¡Ay! es un profuso recopilatorio de los mejores trabajos de Chipola en la década de los noventa. Con un trazo fuerte y agresivo, con cierto grado de suciedad, consigue Chipola unos atractivos dibujos de enorme fuerza que recuerdan, en algunos rasgos, a los mejores de Quino o a los de ese otro gran dibujante argentino que pasó por Diario 16 en los noventa, Miguel Ángel Praticó. Tiene su estilo también cierta similitud con los estilemas de la generación de autores de cómic como Pasqual Ferry, J.M. Beroy, F.Fernández y Alfonso Font.
Son estos dibujos de sencilla composición (de esa sencillez sólo al alcance de grandes dibujantes), donde el foco narrativo se sitúa delante de uno o varios personajes siempre estereotipados, donde cada uno cumple con su papel al modo de la antigua Comedia del arte: el pobre será siempre un pobre que dirá cosas de pobre porque no puede decir otras y el rico, ese enorme gordo, feo, siniestro rico de Chipola, siempre nos escupirá su cínico discurso mientras ríe con risa de avaricia y cara de Nosferatu enjoyado («Si dándoles exclusión, paro, represión, pobreza, inseguridad, degradación, persecución y palos hay pobres a millones miedo me da pensar si encima les facilitáramos algo la vida») (p.223). Sin embargo, debajo de ese previsible discurso, se intuye a un autor comprometido que nos señala, como aquel icono yanqui de la Segunda Guerra mundial, para decirnos que nos necesita para cambiar el mundo. Y eso es lo que parece querer hacer Chipola: cambiar el mundo y que los ricos sean pobres y que los pobres, aunque sólo sea en el onírico mundo de una viñeta, disfruten de los placeres de los ricos («Me gustaría darle la vuelta al mundo», -dice un africano a otro- «¿Hacer turismo?», -contesta su compañero-, «No, que el hambre la pasaran ellos») (p.222).
Con respecto al estereotipo en los personajes de Chipola, sobre todo al más recurrente, el capitalista avaricioso y sin escrúpulos (valga la redundancia), da una explicación en el prólogo de la obra el dibujante y guionista de historietas Victor Eme bastante didáctica: «Que el lector no se lleve a engaño: la presencia del millonario gordo adinerado y trajinegrado que, con mil apariencias diferentes, reflexiona sin tapujos sobre los retos del capital y del dominio del mundo no significa que la visión de Joaquín esté anclada en un estereotipo. Lo que nos pone de manifiesto en cada chiste es, precisamente, que el estereotipo vive y permanece detrás de las gominas, los liftings, el bottox y las sesiones de gimnasio y Spa. No importa que el nuevo empresario de éxito tenga para Hollywood el rostro apolíneo de Brad Pitt o la madurez interesante de un Richard Gere: Chipola siempre nos lo presentará con su verdadero rostro». Y es cierto, si Chipola cabalga a sus ricos muy ricos sobre los lomos de pobres muy pobres, como hacía Chumy Chúmez, no es porque se haya quedado en un discurso pasado de moda sino que, como dice Victor Eme, esa realidad, más sutil por supuesto, menos descarada, sigue existiendo. Son estas viñetas con ricos, que son, en definitiva, el mismo rico de todas las viñetas, una especie de combativa paráfrasis becqueriana con la que nos dice Chipola que, mientras haya en el mundo duquesas frivolonas que pasean ostentosas sus obscenas riquezas y reciben medallas o millonarios de sudor ajeno o políticos corruptos, habrá poesía
La poesía que sin duda tienen algunas viñetas y, desde luego, las de Chipola: («Nosotros no sabemos lo que son exactamente violaciones de los derechos humanos
Sólo las sentimos») (p.157); («Son muy precavidos
» -reflexiona un africano solitario- «Enseñan a nadar a sus niños aunque no tengan que pasar el Estrecho de Gibraltar») (p.205); («Recuerdo cuando éramos jóvenes y veíamos la solución al hambre y a la miseria en repartir las riquezas del planeta
Ahora, con repartir preservativos va que chuta el tercer mundo») (p.373); (Un pobre descalzo en la calle: «Ya sé que lo que se lleva es hablar del fracaso que ha tenido el socialismo real, pero yo podía dar detalles del éxito que ha tenido conmigo el capitalismo real») (p.368).
La acerba poesía de la desesperación que irradian las viñetas de Chipola, está nutrida con la mala leche del trabajador explotado víctima del feroz capitalismo y la avaricia empresarial («Ánimo joven » -dice una monstruosa representación del capitalismo grotescamenta arrellanada en un confortable sillón a un joven que busca, posiblemente, su primer empleo- «No tenga duda alguna sobre su futuro Tenemos a su abuelo con una pensión de mierda, a su padre que ya se le acaba el paro, a su madre en la economía sumergida, ¿cree que nos vamos a olvidar de usted?») (p.39), («..Y para mi dinero negro tengo yo a mi asesor fecal») (p.166), («¡Qué inocentes son los trabajadores! Se pasan la vida suspirando por un trabajo decente. Precisamente son los indecentes mis trabajos más rentables») (p.287), («Señalan al capitalismo como la causa del desarrollo insostenible que arruina a la tierra Reflexionen y maduren señores críticos, precisamente somos los capitalistas los que mejor vivimos... Todos los que mueren a causas de ese crecimiento son pobres miserables Ningún capitalista») (p.353), («Nos acusan de que teniendo un montón de medios, no evitamos millones de muertes, pero nadie nos agradece que, con el montón de medios que tenemos, no matemos a millones de personas») (p.221). Esta canción desesperada en viñetas se alimenta con la perenne impotencia ante los discursos procaces y malvados de los poderosos que manejan el mundo a su antojo («En el fondo les hago la guerra para que descansen en paz») (p.37), («Los jóvenes creen que para hacerse ricos lo mejor es robar bancos Es mucho más cómodo robar a los clientes») (p.256), («Tengo tanto poder y soy tan importante que me han nombrado ciudadano horrorífico») (p.263).
Desde luego, hay en este libro una clara implicación ideológica con los postulados de la izquierda más pura que impregna la gran mayoría de chistes. No sólo defiende Chipola, como un Quijote del humor, a los desheredados del mundo («Hassan II bombardea los pozos de agua, mata de sed a los saharauis y no pasa nada
Si llegan a ser pozos de petróleo como los de Kuwait ya estaría en marcha el apoyo logístico español») (p.53), («Antes, cuando salíamos en la tele, los que no aguantaban el vernos luchaban por la justicia
ahora cambian de canal. Nuestro peor enemigo es el mando a distancia») (p.61), sino que también hace una encendida reivindicación de la coherencia ideológica y critica, claramente y sin tapujos, a una izquierda desleída que se vende por un plato de lentejas en forma de rentable cargo público («¿Qué fue primero? dice un científico mirando un huevo- ¿El cargo o la ideología?») (p.233), («Mi padre, cuando era joven, cantaba la Internacional, ahora, todos sus cantos son a la multinacional») (p261), (« Mi padre sigue siendo rojo
No sé si porque no aguanta la injusticia o por figurar en el libro Guinnes de los records») (p.302). Y quizá sea este desgarrador y crítico canto a los paraísos perdidos de la izquierda, de una izquierda radical, mal entendida, el talón de Aquiles del comprometido y solidario discurso de Chipola.
Cuando se hace humor o cualquier trabajo artístico desde una atalaya ideológica, se ha de ser muy coherente para no caer en graves contradicciones que, si no pueden desvirtuar una estética sólida como es la de Chipola, sí, sin embargo, pueden ensombrecer la efectividad del mensaje. Un humor como el que practica Chipola no se puede examinar de manera frívola. La rigurosidad en el análisis de una obra, ha de ir, necesariamente, en proporción a la magnitud de las pretensiones que el autor muestre. No se puede valorar a Chipola como si fuera un dibujante de humor blanco. Tras el ingenioso juego de grupos fónicos similares de Ahí hay un hombre que grita ¡Ay!, se encuentra una obra de grandes dimensiones artísticas y conceptuales. Este libro nos muestra a un autor con clara y heroica vocación solidaria, cristiana, como nos recuerda en su prólogo Victor Eme: ( ) «Todo ello con la autenticidad que da una cosmovisión cristiana en el sentido menos beato y más revolucionario, y por tanto fundacional, del término- que nos recuerda una y otra vez el necesario e inaplazable compromiso del cristianismo con la justicia». Es por esto por lo que sorprenden y, en cierta medida, decepcionan, las contradicciones que se observan en el discurso de Chipola y que agrietan, sin remisión, el entramado ideológico en el que se sustentan sus trabajos. Y es por esto por lo que no se pueden pasar por alto en un análisis mínimamente serio de un autor de gran talla como sin duda lo es Chipola. Hay un canto a una izquierda perdida que, hoy por hoy, parece ciertamente ingenuo, más propio de adolescentes radicales sin formación, de rojos de manual incapaces de la autocrítica, que de un lúcido comentarista de la realidad. En la página 59, una viñeta muestra un abecedario escrito con todas las letras, be, ce, etcétera, se encuentra tachada la che y una leyenda dice: «Abecedario del buen progre en el 25 aniversario de la muerte del Che». Otra, en la página 386, muestra a dos supuestos progresistas que hablan: «Acabo de destruir una foto en la que se me ve de joven con una pancarta del Che Guevara», dice uno. El otro, contesta: «Creo que no siendo de Fidel se considera pecado venial». ¿Esos son los postulados de la izquierda que no se deben perder, la adhesión inquebrantable a una dictadura y a su icono? Este lastre ideológico hace tambalear el sólido edificio humorístico de Chipola y lo emparenta de alguna manera con un autor absolutamente desquiciado en su sinrazón política como es el gaditano Vázquez de Sola.
En esa línea crítica son, desde luego, más acertadas las viñetas que reprochan la deserción de una izquierda gobernante de aquellos ideales necesarios y preceptivos para la realización de una adecuada política social y no esa necesaria limpieza consistente en dejar de llamar a un dictador por su nombre de pila: («¡Quién nos iba a decir cuando queríamos conquistar el poder para cambiar el mundo que íbamos a ser el comando legal de las multinacionales!») (p.332), («¡Qué duro es gobernar siendo de izquierdas! Nadie se imagina la pena que nos da a todo el gobierno tener que sacarle el jugo a los más indefensos de la sociedad. ¡Aquí me gustaría ver a los sindicatos!») (p.335).
Otros de los compromisos absolutamente plausibles de Chipola con el mundo que nos rodea y que queda eclipsado por el ciego sectarismo, ese que hace disparar las fabulosas metáforas gráficas sólo para un lado, es su decidida y valiente lucha contra la política invasora y asesina de Estados Unidos («Tenemos que juzgar a Sadam Husein por genocida
No se puede permitir, ni un segundo más que utilice las armas que le vendimos para asesinar a los kurdos») (p.170). Porque, habría que ser estúpido para no compartir esas críticas hacia un país capaz de bombardear a otros para desviar la atención de la opinión pública de los escándalos sexuales, por ejemplo, de su rijoso presidente. Habría que ser estúpido o estar alineados en el otro extremo como hacen malos humoristas, a pesar de su calidad gráfica, como son por ejemplo los norteamericanos Cox y Forkum, que hacen un humor, desde Libertad digital unidireccional, es decir, sólo critican a los críticos de Bush y defienden sin sonrojo, además, sus cruentos argumentos. Por eso, defrauda más las expectativas creadas observar cómo Chipola, en su tratamiento de deteminados temas, peca, igualmente que los norteamericanos, de cierto fanatismo y dilapida su fabulosa mina de ingenio con unas viñetas que, a pesar de ser acertadas en su concepción, contrastan con la ausencia de crítica hacia actuaciones idénticas pero, sin embargo, más cercanas al punto de vista sesgado con el que el autor aborda estos temas y, por lo tanto, exentas de toda crítica. Eso es lo que no parece razonable. Y no es porque se intente limitar o condicionar la libertad del autor a la hora de hacer el chiste que le venga en gana o escoger los temas que prefiera. Lo que ocurre es que, si un autor se nos ofrece como adalid de las causas perdidas, como defensor de los desheredados, de los pobres, de los que sufren injusticia, etcétera, será lícito esperar de él un comportamiento al menos tan coherente como el que él mismo pide a los políticos a los que critica y, por lo tanto, el grado de insatisfacción será mayor si esto no se cumple.
Si las fabulosas viñetas de Chipola contra la pena de muerte en Estados Unidos, o críticas con la hipocresía de occidente con respecto a estas actitudes criminales que no quieren ver, merecen los más encendidos aplausos, la sorprendente ausencia de críticas hacia la pena de muerte de otros lugares, como por ejemplo Cuba (del que parece quedar clara su afinidad o, al menos, cierta simpatía), han de ser merecedoras necesariamente de un reproche proporcional. En la página 43, unos negros condenados a muerte en Estados Unidos leen una carta: «Es una carta de una organización democrática que nos invita a los 2300 condenados a muerte en EEUU a protestar contra la pena de muerte en Cuba». Es ésta una brillante viñeta que necesita, sin embargo, otra, al menos una dentro de este libro de casi cuatrocientas viñetas, para compesar la crítica si no se quiere caer en la ceguera que impide ver el mismo mal, el mismo crimen horrendo, según ocurra en un lugar o en otro. Por supuesto que Chipola es libre de poner el énfasis donde quiera, ahí radica la libertad de un creador. Pero se arriesga, por tanto, a que esa elección provoque una seria merma en la valoración positiva de su trabajo por parte de un lector decepcionado. Hay unas viñetas verdaderamente geniales contra la pena de muerte donde, a pesar de no citarse país alguno, es clara la identificación con Estados Unidos. En la página 42: «A los reincidentes los ejecutamos con una inyección letal que les ponemos en la silla eléctrica que hemos instalado en la cámara de gas». En la página 352: Un negro tras unas rejas habla: «Dice el médico que como no deje de fumar voy a pillar un cáncer que veremos si llego vivo al día en que me tienen que poner la inyección letal». En la página 106 hay una viñeta en la que un malvado representante occidental dice «Un torturador moderado es el que sólo inflige dolor y mata en defensa de los valores y la cultura democrática occidentales». Demoledoras, geniales
pero, ¿sólo occidente merece esas brillantes sátiras? ¿No se puede admitir que haya otros países tan malos o casi como Estados Unidos? ¿Hay que posicionarse necesariamente con uno u otro? ¿Cómo se puede caer en ese maniqueísmo simplista? (Es necesario repetir que el autor tiene pleno derecho a elegir los blancos de su crítica, faltaría más, pero un lector imparcial, a pesar de compartirlas, echará de menos un reparto más equitativo de las mismas. Esto no quiere decir que se pretenda rebajar ni un solo gramo la crítica merecidísima a los Estados Unidos y a la hipocresía occidental, sólo se pide a un autor justiciero, capaz de crear una corriente de complicidad como la que crea Chipola, que remate la faena, que dispare sus incruentas y simbólicas balas de tinta hacia todos los que las merecen. Si no, su obra quedará inexorablemente coja).
Especialmente desconcertante resulta el tratamiento dado al brutal atentado de las torres gemelas de Nueva York el 11 de septiembre de 2001. Hay dos viñetas idénticas, en las que uno de sus capitalistas estereotipados, vestidos de negro y arrellanados en lujosos sillones hablan: («¡Ah, el 11 de septiembre
!» -dice uno muy risueño que brinda con champán en la página 98- «¡No hay mal que por bien no venga!»). En la página 211, otro, dice: «La naturaleza es sabia
Desde el atentado de las torres gemelas, todos los inmigrantes tienen cara de terroristas». ¿No ha encontrado Chipola una sola razón para criticar a los que cometieron el atentado? ¿No ha hecho ni un solo chiste que critique también a los terroristas que sea digno de incluirlo en esta antología? Produce también cierto desaliento leer una viñeta como la de la págia 62, en la que otro de sus malos típicos, orejas picudas, nariz caída groseramente sobre la boca, inquietantes gafas negras como el traje negro, etcétera, da una vision del terrorismo que se antoja, cuando menos, extraña: «¡Cómo son los pobres! La defensa de sus derechos amenaza mis beneficios
Les falta un pelo para caer en el terrorismo» (!). Sorprendentemente candorosa esta visión del terrorismo y, dado los tiempos que corren, ciertamente desafortunada. ¿Son los etarras, estos terroristas que nos caen más cercanos, universitarios en su mayoría y que viven en una de las regiones más ricas de España, unos pobres que luchan contra el capitalismo desalmado
? ¿Cuántos capitalistas murieron en el atentado a Hipercor de los años ochenta? ¿Acaso no está probado que el terrorismo islamista está promovido desde suntuosos palacios?
Esta infantil interpretación de la izquierda más radical, incapaz de desviarse un ápice del guión establecido, donde los buenos son buenos hagan lo que hagan y donde sólo hay una posible dirección para la crítica, es la que hace que al terminar este grueso volumen de humor gráfico, quede en el ánimo una cierta desazón, una inquietud interior, una pesadumbre en el ánimo. No, no se puede hacer este tipo de viñetas y pretender pasar por solidario, comprometido, etcétera. Si se aspira a luchar por los desfavorecidos, hay que hacerlo con todas las consecuencias o arrostrar las lógicas críticas que esta incauta visión de la realidad merece. Estados Unidos, el imperialismo, el capitalismo salvaje etcétera, son grandes demonios de este mundo contra los que necesitamos defensores intelectuales como Chipola, por supuesto. Pero no se puede no ver que esos mismos males están también en el otro lado. No se puede hacer esa incauta interpretación del terrorismo o, en menor medida, menos dramática pero igualmente inocente, la que hace sobre algunas minorías étnicas como son los gitanos. En la página 147, un pobre gitano, sentado en la mesa frente a una botella de vino, dice «El racismo de los payos impidió a mis padres y abuelos seguir viviendo de la venta del burro
Por eso yo me dedico a la venta del caballo».
Evidentemente, esos defectos de los que adolece el discurso de Chipola, se amparan bajo el sacrosanto derecho de la libertad de expresión, son sus opiniones, faltaría más. Pero, si un creador mete sus manos hasta el fondo en el barro de la realidad, se compromete con ella y, además, hace una ostentación artística de ese compromiso, se le puede exigir entonces una determinada pauta de comportamiento si pretende provocarnos admiración con su trabajo. O, precisamente por eso, por habernos provocado esa admiración desde la portada del libro. Tal vez, ante estas flagrantes y desdichadas contradicciones que estropean el conjunto de esta vigorosa obra, habría que parafrasear al mismo Chipola y, mirando un simbólico huevo historiado con sus seductores dibujos, tendríamos que preguntar, entristecidos, ¿qué fue primero? ¿El lastre doctrinario o el compromiso humorístico?
AHÍ HAY UN HOMBRE QUE GRITA ¡AY!
Chipola, chistes. Editorial nausicaä (prólogo de Victor Eme)
1ª edición Nausicaä noviembre 2005
Copyright © Joaquín García Abellán 2005
Director de la colección: Paco Olivares
ISBN: 84-96114-91-0 Depósito Legal: MU-1.876-2005
PVP: 20 euros Nº de páginas: 400 21 x 21centímetros
Tebeosfera recibió servicio de prensa de Nausicaä