viernes, 7 de diciembre de 2018
LA HISTORIETA CHILENA
Recientemente ha sido noticia una reclamación del pueblo de Rapa Nui,con apoyo del Gobierno de Chile, al Museo Británico. Reclaman la devolución de un moái robado en 1868 por un inglés y que luego la Reina Victoria graciosamente "donó" al museo londinense. Por aquel entonces, en pleno siglo XIX, eclosionaba algo que los sociólogos llaman ahora "culturalismo", que se define como la actitud de desprecio hacia otros por razón de su diferente cultura. El Museo Británico se niega a devolver el moái porque en la isla de Pascua "no van a saber" conservar la escultura. Adujeron eso el 23 de noviembre de 2018. O sea, el culturalismo continúa vigente.
Con ciertos aspectos de la cultura, como los credos, las costumbres o la forma de ocupar nuestro ocio, también nos dejamos guiar por impulsos culturalistas. Adoramos el cómic estadounidense, por ejemplo, y somos desdeñosos con el que se hace en Marruecos, Filipinas o Perú. Quizá la mayoría nunca reconocerá la afirmación anterior, pero basta asomarse a la web para comprobar qué cómics se coleccionan, cuáles se llevan los likes o cuáles se traducen. En Tebeosfera, un sitio donde damos cabida a todos los acercamientos, hemos dedicado un número de nuestra revista a la historieta chilena. Creemos que el esfuerzo (muy grande, sobre todo por parte de sus coordinadores, el español Francisco Sáez de Adana y el chileno Claudio Aguilera) ha merecido la pena porque algo hemos aprendido sobre ese país que se encuentra en el espinazo de Latinoamérica.
Por ejemplo, Jorge Montealegre nos ha enseñado que en Chile la sátira decimonónica la hacían siempre hombres desde su perspectiva patriarcal, y por lo tanto la imagen de la mujer ha sido usada de un modo muy parecido a como se hizo en nuestra cultura. El humor gráfico evolucionó allí, de hecho, de forma parecida al de otros países, con periodos de mayor aperturismo de miras y otros más retraído, como en nuestro país, y con sus publicaciones señeras, como fue el caso de Topaze. El gran experto Moises Hasson, autor de destacadas obras teóricas como el reciente libro Sátira política en Chile (1858-2016), nos ha brindado un recorrido completísimo sobre la sátira gráfica chilena que es digno de encomio.
La historieta surgió en aquel país del Cono Sur un poco más tarde que en Europa o Estados Unidos, ya comenzado el siglo XX. Sus mayores impulsores fueron autores muy creativos, pero también editores con visión de negocio y amor por este medio nuevo, caso de la editorial Zig-Zag, algo que nos ha explicado Mauricio García Castro estupendamente. Es cierto que el cómic que leyeron los jóvenes chilenos fue generalmente de evasión, aunque hubo casos destacados en los que los tebeos de allí servían ficción aventurera o humorística al mismo tiempo que secciones didácticas, como ocurrió con Mampato, uno de los hitos de su industria, cuya evolución hacia una historieta cargada de mensajes utópicos nos ha desvelado Gabriel Castillo.
También llegó un momento en el que el cómic se dejó instilar por mensajes de otro tipo, como los ideológicos. Catalina Donoso ha analizado el singular caso de Cabrochico, una revista juvenil que incluía un “suplemento para los padres”, y que sirvió al Gobierno de Unidad Popular de Allende para transmitir un mensaje sobre el valor renovador de la infancia. Las arengas anticapitalistas se fueron colando subrepticiamente en varias revistas de historieta durante la década de los setenta, siendo una de ellas El Pingüino, un célebre título de la prensa chilena en el que intentó triunfar uno de los mejores guionistas de la historia, Héctor G. Oesterheld, sin lograrlo, según nos cuenta Yosa Vidal.
Como en otras naciones latinoamericanas, la represión dictatorial machacó literalmente algunos avances de su cultura para instalar un régimen que lo dejó todo en suspenso. Precisamente Oesterheld fue una de las víctimas de aquella represión. La historieta prosiguió, claro está, y dio fe de la realidad vivida, pero como ha ocurrido en otros pueblos, lo hizo tarde y titubeante. Esto nos lo ha clarificado Bernardita Ojeda en su repaso a los tebeos que han contado el golpe de Estado de Augusto Pinochet (entre ellos el de Fuentealba 1973, reseñado para este número por Marco Esperidión; o el de ¡Maldito Allende!, reseñado por Manuel Barrero) y sus secuelas, como las que se pueden intuir en la obra El látigo de cien colas, de Krahn, según indica el texto de Claudio Aguilera, teórico este que ha sido fundamental en la construcción de este número de Tebeosfera.
Como es lógico, en un contexto falto de libertades, la revolución underground del cómic no fue igual en Chile que en Estados Unidos o en Francia, por poner dos ejemplos. El under chileno evolucionó en los ochenta y los noventa bajo un Gobierno militar y, al decir de Hugo Hinojosa, intentó “decir algo cuando no se podía”, logrando generar “una fotografía imperfecta de una época” que desde otros medios no se pudo efectuar. Uno de los títulos más importantes de este periodo de efervescencia creativa amordazada fue Trauko, revista en la que se atisbaron incluso las primeras reivindicaciones feministas en la serie Kiky Bananas, que no eran otra cosa que un tímido cauce de aperturismo de la sociedad chilena a otros modelos culturales, como nos ha revelado Mariana Muñoz.
El modelo cultural de historieta que Chile trató de imitar en los noventa fue el europeo; la similitud de esquemas estructurales que Vicente Plaza ha detectado en variados ejemplos de los cómics chilenos más recientes señala un viraje hacia el diálogo intercultural lineal, que pasa por un periodo crítico y otro subjetivo hasta sumergirse en la experimentación, al igual que ha ocurrido en la evolución del cómic en otros países. La serie de Félix Vega Juan Buscamares es un claro ejemplo de esa aproximación, en su caso partiendo de un modelo claramente franco-belga para mezclar aventura y poesía (así lo ha estimado José A. Gutiérrez) y lanzar algunos mensajes ocultos.
En la historieta chilena más reciente hay muchos ejemplos de calidad que nos ha desglosado sabiamente Carlos Reyes, los cuales van desde la reconstrucción de la sociedad oprimida bajo la dictadura (o remontándose más atrás, hasta el yugo colonizador) hasta el viaje interior y la exploración personal, lo cual colma el interés de los jóvenes autores fanzinistas de hoy. Todo ello sin dejar de lado la ficción fantástica o la aventura en historieta de talante tradicional, que se siguen produciendo a la par que historietas de denuncia, como las que vemos en Brígida , revista comentada por María Isabel Molina.
Este apasionante y docto repaso a la viñeta satírica y la historieta chilenas nos ha valido como perfecta introducción a aquella producción historietística y a su cultura. Es insuficiente para conocer toda la amplitud de su industria y de sus ofertas, pero nos ha permitido comprender que es una cultura rica en matices, diferente pero nunca inferior, llena de hallazgos por descubrir.
Si a eso hemos contribuido con este esfuerzo, nos damos por satisfechos.
P. D.: El número se ha completado con un artículo sobre la primera adaptación al cine de Tarzán, a cargo de Carlos Rodrigo Pascual; una crónica sobre el congreso internacional en torno al cómic celebrado en Alicante, y varias reseñas de libros dedicados a la obra de Martínez de León durante la Guerra Civil o al fascinante tebeo Sócrates, de Christophe Blain y Joann Sfar, a cargo en este caso de Jesús Gisbert . Como se puede comprobar, nosotros procuramos no pecar de culturalismo.
Tebeosfera. Ampliando horizontes
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